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¿Cómo se descoloniza un museo?

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A veces es mejor permanecer en la nada que adentrarse en el caos. La pregunta del exministro de Cultura, Miquel Iceta, sobre en qué consiste descolonizar un museo, adquiere pleno sentido ya que su sucesor, Alberto Urtasun, ha asumido ese objetivo como central en su gestión. ¿Con qué criterios? La alarma sonó muy pronto, cuando justificó el dejar la Dama de Elche donde está por su fragilidad, pero añadiendo que se trataba de una clara «situación colonial». Luego hubo una explicación oficiosa, puntualizando que se refería a la colonización fenicia, pero en cualquier caso no hubiese sido consuelo alguno entregar la dama al Líbano. Mejor llevarla a la ciudad alicantina.

El verdadero problema reside en su acento puesto en las restas a los museos españoles –descolonización, restituciones obligadas por los convenios internacionales-, en vez de diseñar un plan de conjunto, basado en un preciso balance de situación y sometido al examen público de especialistas. El ministro se apoya en comisiones de las cuales se sabe poco, y dos indicios de ese funcionamiento por comisiones secretas, son poco tranquilizantes. Uno es el aprobado general a nuestros museos, salvo los de Arqueología y América, con el añadido críptico sobre el cumplimiento de los compromisos internacionales (léase devoluciones). Otro la invitación de sus correligionarios, porque Más Madrid forma parte de Sumar, a que imparta opinión en comisiones oficiales un personaje militante de la descolonización, la lucha contra el racismo, contra el esclavismo, desde su disidencia sexual, todo ello estupendo, pero que le lleva a descalificaciones primarias de la pintura y el arte españoles.

Que alguien piense esas cosas y las divulgue, está bien: forma parte de la democracia. Que una agrupación política, por lo demás bastante razonable en otros terrenos, sirva de cauce a tales ideas, las promueva, y sean las del ministro de Cultura, refuerza la preocupación. Acaba de confirmarlo una iniciativa del Museo de América, blanco de todas las críticas y de pretensiones, amparando la celebración de sesiones de debate –esperemos que haya más y que proporcionen no solo deseos sino también información– para ir sensibilizando a la sociedad sobre un tema que según se enfoque, puede servir para un mejor conocimiento del pasado para los ciudadanos, o constituir un elemento más del laberinto en que vamos adentrándonos.

El punto de partida de ese debate, auspiciado por esferas oficiales, ya que se celebró en el Museo de América, apunta en esta última dirección. Fue una iniciativa oficiosa, útil en definitiva, precisamente para saber qué es lo que no va a servir de nada, en el mejor de los casos. Coorganizada el 7 de marzo por el Museo y por una organización de origen argentino llamada Justicia Museal, atengámonos a sus declaraciones: «La actividad consistirá en una ronda de reflexión para invitarnos a cuestionar las prácticas coloniales entrecruzando saberes trans, feministas, antirracistas…».

La versión oficial es que se trataba solo de dar la voz a minorías que desean expresarse, sin que entrara en discusión el Museo, pero prueban lo contrario, tanto la convocatoria citada como las voces que se escucharon: «La cicatriz colonial es profunda», «el museo es un espacio de dolor», «es necesario asaltar el museo y recuperar lo que es nuestro…». Debo decir que son citas que me transmitió más tarde un asistente, ya que pasada una hora de escuchar palabras ajenas al tema de los museos, me ausenté de la sesión. Pero el sentido de la misma ya estaba claro en la pregunta: «¿Cuál es tu oro?». 

«Por encima del carácter reivindicativo, el planteamiento se situaba en el marco de un esperpento»

Por encima del carácter reivindicativo, el planteamiento se situaba ya en el marco de un esperpento, a la vista de una mesa en que figuraban una travestí quechua procedente de Barcelona, una abogada gitana de Sevilla, una señora ataviada de chola venida de Londres y otra que no identifiqué, todas la cuales no tenían interés alguno ni conocían el Museo y exponían en cambio los rasgos de su singularidad. Según la organizadora, se trataba de que todos los asistentes expusieran lo que estimasen oportuno, viejo procedimiento asambleario de presentar como libertad un caos, sin debate alguno, para luego sacar las conclusiones que se encuentran previamente preparadas.

La pregunta inmediata es para qué asistir primero y luego para qué detenerse en comentar tal cosa. Obviamente porque basta con conocer algo del papel jugado por las asambleas en décadas de izquierdismo para comprobar su utilidad a la hora de servir como factores de legitimación de decisiones que se presentan como democráticas y que en realidad huyen de la democracia como el gato del agua helada.

Además, en este caso, el tema es de suficiente entidad como para llamar la atención sobre un procedimiento que vendría a avalar las posibles derivas del ministerio Urtasun: 1) sustituir la actualización de museos como el de América, en toda su complejidad, dimensiones feminista, trans, esclavitud. etc. lógicamente incluidos, por espacios de denuncia de la descolonización; 2) de acuerdo con lo anterior, eliminar todo lo relativo a la organización de la sociedad virreinal y a los aspectos institucionales del Imperio; 3) entonar desde hoy un mea culpa de la Conquista, procediendo a la devolución sistemática de aquellos elementos del museo que sean exigidos por los supuestos restauradores de la justicia.

«Descolonización sin más, en los términos del discurso ministerial, hace temer desmantelamiento»

Descolonización sin más, en los términos del discurso ministerial, hace temer desmantelamiento, tal y como se desprende de reuniones como la del 7 de marzo. Parece obvio que siendo necesaria una reforma, cuestionable en el Arqueológico, aunque sí en el de América, esa deriva destructiva ha de ser rechazada de antemano, dado que la actualización es perfectamente posible, empezando por la atención hasta hoy inexistente hacia los temas de género, comprendido trans. Pero sin convertirlos en el núcleo del museo ni ignorar que deben formar parte de explicaciones más complejas, derivadas del análisis y no de las pretensiones de un grupo militante.

El ejemplo más inmediato, pensando en la América prehispánica, serían las cerámicas mochicas, con sus temas de fuerte erotismo desde distintas «disidencias», frecuentemente escondidos. Es fundamental centrarse en ellos, pero también reconocer que son muchas veces formas simbólicas de la guerra, la prisión y la ejecución de los supuestos gozadores. Moraleja: género y sexualidad sí, pero en el marco cultural donde tienen lugar. Las posibilidades aquí para el Museo son muy amplias. El riesgo de sectarismo, también.

El ejemplo belga 

El ministro Urtasun se refirió no hace mucho al Museo de África en Tervuren (Bélgica), como ejemplo a seguir, pasando de un museo colonialista «espantoso» a un modelo de descolonización. Como yo no lo visitaba desde hace seis años, al comienzo de la reforma ahora concluida, me sacrifiqué este fin de semana, yendo a Tervuren, y de paso visitando en Bruselas la exposición sobre Cien años de surrealismo en el Museo Magritte.

De entrada, conviene señalar que el Congo belga y la América preindependencia son dos mundos distantes entre sí. Sobre el fondo de dominación de pueblos extraeuropeos, los rasgos históricos y su representación difieren en casi todo. El museo de Tervuren nace como instrumento de propaganda de Leopoldo II de Bélgica, para atraer a capitalistas extranjeros, que en 1897 acaba de montar allí mismo un zoo humano con más de 200 congoleños exhibidos para disfrute de los espectadores que hasta les tiraban plátanos como si fueran monos. Rodaron incluso un documental, que pude ver cuando en marzo de 2017 participé en un simposio sobre la memoria y el olvido, De la mémoire et de l’oubli –-puede consultarse– , organizado por la Academia Real de Ciencias belga. Museo colonial es en sentido estricto, deshumanización.

Era preciso dar la vuelta, tanto a aquello como a la presentación acomodaticia, todavía vigente hasta hace poco, y la solución ha sido positiva. La «descolonización» del museo, a costa de borrar las diferencias entre los grupos culturales como en el Museo de América actual, consigue reflejar la grandeza, los componentes diversos y las destrucciones sufridas, del mundo que fuera colonizado por Bélgica. Como viene siendo costumbre, descolonización sugiere devolución, que en este caso se encuentra asociada a la brutal depredación sufrida por el Congo por efecto de la empresa montada por Leopoldo II, la cual, con la prolongación neocolonialista de Mobutu, llevó a la destrucción casi irreversible del Congo (véanse en YouTube los documentales de Henri Michel, Rio Congo, Mobutu, Katanga, ausentes de nuestro museo).

«Hubo mucho más que la barbarie organizada.  Simplificar lleva en línea directa al panfleto»

Existe ya aquí una gran distancia que Urtasun hubiera debido apreciar, de cara a su representación museal, con el imperio americano español, donde para empezar la dominación da pie a la respuesta de los «indios» y de sus valedores, autóctonos, y sobre todo de Las Casas a Alejandro Malaspina, y se da por añadidura el sincretismo. Hubo mucho más que la barbarie organizada.  Simplificar lleva en línea directa al panfleto, actitud cuyo coste ya tuvo ocasión de probarse en los ensayos del Reina Sofía, y que por lo que vemos tiene abierto el acceso a la esfera gubernamental. Y si es como coartada para decisiones posteriores, aún peor.

Al margen de que la devolución deba tener como supuesto la depredación, no el resarcimiento simbólico, el propio Museo de Tervuren muestra que lo esencial no es la retórica anticolonial, sino presentar la realidad histórica. Mucha descolonización, pero en Tervuren, como en el mundo poscolonial tout le monde, tout le monde est gentil, aquí se acaban los conflictos. Incluso se habla de democratización de Ruanda, Congo y Burundi en los años 90, olvidando el genocidio ruandés de 1994. De Mobutu, rey del Zaire, nada. En la librería, solo el buen libro exculpatorio Congo, de David Reybroeck. Nada de Mario Vargas Llosa, cuyo Sueño del celta, recomiendo vivamente a los lectores sobre el tema. Ni El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Nada de Henri Michel. Ninguna biografía crítica de Leopoldo II, como la de Adam Hochschild. Una descolonización de verdad no tolera las cortinas de humo. Si llegamos así políticamente, no hemos avanzado mucho.

Cierro estas líneas evocando una búsqueda personal fallida en el Museo. Al final de la escalera principal, una pequeña escena recogía la gran coartada de Leopoldo II. Una madre negra -perdonen- abraza a su niño, mientras un esclavista musulmán la amenaza con un alfanje, pero un soldado belga se interpone y la salva. La escultura hoy ha pasado a los depósitos del Museo, me contó un viejo guardián. Hubiera sido más elocuente que las declaraciones sobre descolonización.

Insistimos: en los museos ha de construirse la memoria a partir del análisis histórico, con toda la complejidad que esto requiere –de género en primer plano–, no desde una premisa ideológica. Parafrasearé una advertencia de René Magritte, que se lee sobre una pared del museo dedicado a su obra: Al ser el progresismo la búsqueda del bien absoluto, suele amparar en quien lo profesa la siembra del mal.


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